La muerte es un gato tumbado al sol

En el pasado, la religión era capaz de explicar a pobres y ricos las razones de la tragedia en la vida y la esperanza en el más allá. A pesar de las dudas, que siempre han existido, el hombre tenía acceso a un sistema complejo de creencias que vertebraba su existencia. La llegada de la modernidad fue erosionando la reputación de esas creencias hasta conformar sociedades, al menos en Occidente, mayoritariamente laicas. La religión no se ha extinguido, pero su capacidad de dar explicaciones a la sociedad es cada vez menor.

Se atribuye a Chesterton esa máxima de que “cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. Y llevaba razón. La pérdida de influencia del cristianismo, la globalización, la desnacionalización, la progresiva individualización del hombre han dado lugar a un sinfín de sustitutivos. Desde las ideologías políticas (el feminismo, el resurgimiento nacionalista) a las religiones orientales o, sencillamente, el desencanto posmoderno.

Creo que toda mi generación, y yo no soy una anomalía, somos hijos de esto. Buscadores incansables de sentido en un mundo que quizás no lo tenga. ¿Cómo enfrentarse entonces al mayor misterio de la vida, que es la muerte, en estas condiciones? No tengo respuestas universales. ¿Quién las tiene a estas alturas?

Cuando perdí a mi madre hace dos años, mi mente buscó en aquellos lugares a los que estaba acostumbrado a recurrir en tiempos difíciles. Sin Dios, ni creencias que me explicaran la arbitrariedad, el sinsentido del sufrimiento y la pérdida, quería encontrar en los libros, las historias, la música y los cómics las explicaciones que me faltaban.

Sé que una novela no puede equipararse a un sistema de creencias con dos mil años de antigüedad. Tampoco lo pretendo, pero ahí hallé un camino.

Leyendo Los enamoramientos, de Javier Marías, me encontré con los siguientes párrafos:

“El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es mientras nos quede un poco de tiempo. (…) Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un dato, sólo un hecho. (…) Ahora es sólo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años, y yo soy sin madre desde aquel momento. Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos: soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero o que otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño de siete hermanos (…) qué más da, a la larga son todo datos y nada tiene demasiada importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato”.

Al principio sus palabras me enfadaron. ¿Cómo puede olvidarse una tristeza tan honda? ¿Pueden las despedidas convertirse en simples hechos biográficos? Entonces me parecía imposible, pero Marías llevaba razón.

Una tragedia puede durar años en el corazón, pero el mundo sigue y esa pérdida, para el resto de la gente, acaba convirtiéndose en un dato biográfico más del que sufre. Genera rabia, incomprensión y una profunda soledad, pero no es inmutable. Con el tiempo, incluso la peor desolación toma diferentes formas y ocupa diferentes lugares. Nunca se olvida, aunque a veces se arrincona. Cambia, define e influye el presente, pero no se apodera de él.

Marías me enseñó que hasta los recuerdos más afilados, cuando pasa el tiempo, pueden dejar de doler.

El método para avanzar por ese camino lo encontré en las viñetas de Locke & Key, escrita por Joe Hill.

“La muerte no es el final de la vida, ¿sabes? Tu cuerpo es una cerradura. La muerte es la llave. La llave gira y tú eres libre, libre de ir a cualquier lugar, el que quieras. Estás en dos lugares al mismo tiempo. En ningún lugar. Eres parte del zumbido de fondo del universo. ¿Has visto alguna vez un gato durmiendo tumbado al sol? Hay un sonido allí, un sonido dorado. Es la única forma de describirlo. Es un sonido brillante, y tiene pequeñas motas de música que flotan por el aire como si fuera polvo. Y te das cuenta de que si dejas que ese sonido entre en ti, si tarareas su misma melodía… te sentirás como un gato al sol. Un descanso perfecto. Que podría durar un millón de años. Yo creo que son almas. Creo. Tal vez cuando vaya allí esta vez sí tocaré la melodía de las almas con todas ellas.”

Cuando despierto cada mañana y pienso en los que ya no están conmigo, escucho esa melodía de las almas y sonrío. No se me escapa lo posmoderno que es encontrar la esperanza frente a la muerte en los diálogos de un cómic, pero creo que hay verdad en ellos. Mucha verdad y enorme belleza.

Decía un sabio inglés que la melodía era el propio cimiento del mundo. Creía, y estoy seguro que con razón, que Dios había creado el mundo con música.

“Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío.”

Tecleo estas palabras cuando el sol de la tarde entra por mi ventana. Sobre la mesa, en una manta azul, duerme mi gata. Incluso en los peores tiempos oigo esa música. Ya no siento el vacío. Vivo escuchando esa melodía en la que habitas, la melodía de las almas que forja tu recuerdo. Hasta que volvamos a encontrarnos.

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