Algunas preguntas sobre el fin del mundo

Durante los años de colegio, y bajo las etiquetas de «Conocimiento del medio», «Ciencias sociales» o «Historia», los profesores nos enseñaban un puñado de fechas que cambiaron el mundo. El descubrimiento de América, la Revolución Francesa o la caída del Imperio Romano funcionaban como balizas, puntos de inicio y final, que acotaban y clasificaban las edades del hombre.

De todos aquellos eventos, el fin de Roma era el que evocaba imágenes más vívidas en mi mente infantil. Animado por los peplum que ponían los domingos en Telemadrid y las ilustraciones de los libros de historia, me imaginaba el momento como una orgía de fuego (aunque no sabía lo que significaba orgía), destrucción y música apocalíptica de fondo. Una mezcla de Thomas Cole y tecnicolor.

Esa es la imagen que pervive en el imaginario popular hoy en día. La caída de Roma como la maldición de Valyria. Un fuego caído del cielo, en forma de bárbaros, que arrasó con una civilización a la vez refinada y decadente.

En su libro, En el fin de Roma, Santiago Castellanos se pregunta por qué. ¿Por qué consideramos el 476 como el final del Imperio? ¿Lo percibieron los romanos de entonces como un cambio de época? ¿De verdad existió una ruptura tan clara o primaron las dinámicas de continuación? ¿Qué intereses subyacían en la época para que la imagen de la caída de Roma tenga un aura tan catastrófica?

Con una mezcla de análisis arqueológico y una inmensa labor documental, el autor clarifica todas estas cuestiones. La imagen que aparece ante el lector, sobre todo ante el no experto, es fascinante.

En el año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, proclamándose rey de Italia y enviando los símbolos imperiales al emperador romano de Oriente, ningún autor contemporáneo habla de fin de época. Nadie percibió ese hecho como una ruptura radical, ni mucho menos como un cambio de era. Sería unas décadas después, en el marco de una operación de propaganda, cuando la corte de Justiniano empezara a hablar del 476 como fecha definitiva. Necesitaban presentar aquellos eventos como una catástrofe que él, con su invasión de Occidente, solucionaría. El Imperio había terminado en el oeste. Justiniano, emperador romano de Oriente, lo restauraría en toda su gloria.

Nuestra visión de la caída de Roma es hija de aquella propaganda. La ciudad no se construyó en un día y tampoco fue destruida en una noche. En el 476, ya había sido saqueada dos veces, en el 410 por los godos de Alarico y en el 455 por los vándalos de Genserico, y volvería a ser saqueada por los godos en el 546 tras expulsar a los romanos orientales de la ciudad que habían tratado de recuperar.

Las instituciones romanas arrastraban un proceso de crisis que se disparó en el reinado de Honorio y ya no pudo detenerse pese a los diferentes intentos de solución por parte de las élites. Las razones no son abordables en este espacio. El hecho es que los bárbaros cruzaron el Rin en el 406 y ocuparon vastas extensiones de terreno imperial. Sirvieron como soldados, ayudaron a vencer a Atila y, finalmente, lucharon entre sí, contra Roma y fundaron sus propios reinos.

Acabaron conviviendo con la población local, adorando a un mismo Dios, que también tardaría en consolidarse, y creando una arquitectura política que era en sí misma deudora de Roma. Cuando Rómulo Augústulo entregó su corona, sus dominios se circunscribían a la península itálica. Hispania, África, Britania y casi toda la Galia se hallaban en poder de los incipientes gobiernos bárbaros.

Para algunos, como el hispano Hidacio, que murió antes del 476, los hechos eran la prueba de que el fin del mundo se encontraba cerca. Su tono apocalíptico sí da la imagen de una tragedia. Para otros, como buena parte de la élite romana, no implicó ningún fin, sino la apertura de un proceso de negociación del poder. De cambio en las instituciones donde debían moverse rápido para retener porciones de influencia bajo unas instituciones mutadas y unos nuevos gobernantes para los que ahora debían ser útiles.

No llegó el fin de los tiempos, pero sí terminó un tiempo. No lo hizo en un día, tampoco en un año, ni en una década. Fue un proceso con causas profundas, arraigadas en el suelo, cuyas consecuencias se fueron manifestando hasta convertirse en irreversibles.

Los días que vivimos no son los mismos que vivieron los romanos del siglo V. Sin embargo, leer sobre el fin de Roma puede hacernos reflexionar. ¿Estamos en una época de decadencia, o, al menos, de transformación profunda? ¿Somos capaces de darnos cuenta? ¿Sabremos reconocer el fin de nuestra era? ¿Quién será el agente externo transformador? ¿Y el interior? ¿Qué ideas están asumiendo las élites para afrontar esta situación? ¿Participan en esa ola de cambio o la intentan frenar? ¿A qué Dios adorarán nuestros hijos? ¿Estudiarán en quince siglos nuestras opiniones para saber si nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando?

¿Qué año será nuestro 476? ¿Está cercano? ¿Lo hemos vivido ya?

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2 comentarios en “Algunas preguntas sobre el fin del mundo

  1. Comparto totalmente tu reflexión. No somos capaces de verlo porque lo estamos viviendo en directo pero estamos antes un cambio de era. Empezando por cómo se está moviendo el poder económico mundial de USA a China, enhorabuena!!

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    1. Muchas gracias, Mayte! También nuestra crisis demográfica, cambios de valores… Son muchas cosas que se están sumando. Como digo, en el futuro lo verán mucho más claro que nosotros.

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