Seven Hills

Me gustan mucho las amistades de festival porque son vidas en miniatura. Dos grupos se conocen en un camping, hablan de sus ciudades, empiezan a compartir cervezas, algo de fumar y analizan el cartel. Coinciden frente al escenario, saltan juntos y vuelven comentando la jornada. «Tío, tu nombre era Fran, ¿no?». Es una amistad de borrachos. Con todas sus fases, incluida la exaltación y la resaca. También deja algún grupo de WhatsApp como residuo. «Nos hablamos por aquí, eh. Y el año que viene nos juntamos», pero no es verdad. La gente sale y el chat se hunde hasta el cementerio de los grupos olvidados.

Llegado cierto punto, creo que todas las relaciones humanas se desarrollan con este esquema. Algunas son fugaces, otras sólidas. Unas están destinadas a inmolarse con rapidez, otras a perdurar en el tiempo, pero todas terminan. Nuestra vida está marcada por las despedidas de gente que en algún momento fue irremplazable. El mundo está lleno de esas personas, o de sus restos, que ya no son sino meros recuerdos. Y aquí seguimos. Obligados, porque no hay otra alternativa, a disfrutar de cada momento de eternidad sabiendo que las cosas se acaban para nosotros.

I know, there’s people in the places I’ve been
Who I know, I’ll never find again

Hace unos años, una de esas personas que hoy son recuerdos me dijo que crecer era aprender a despedirse. Yo no sabía entonces la importancia de esa lección, pero me acuerdo de ella todos los días. Javier Marías lo expresó mejor que nadie cuando recogió el premio Rómulo Gallegos en 1995 por Mañana en la batalla piensa en mí: «Nos olvidamos casi siempre que (…) cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos (…) de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse -todas menos una a la postre- (…) de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido.»

Me gusta reconstruir los mapas de las personas a las que quiero. Conocer sus logros y sus miserias porque forman parte de lo que son, de lo que somos todos. No podemos concebir el amor sin el desamor, la compañía sin el abandono, ni la vida sin la muerte. Vivir de espaldas a esta realidad nos condena a la esclavitud de una mirada torcida, al sinsentido, al nihilismo. ¿Por qué sufrir constantemente si todo acaba?

Podemos aprender a estar en el mundo y creo que la única manera de hacerlo es vivir con esperanza. Decir esto en la época del desencanto y del cinismo disfrazado de ironía sólo llama a la risa, pero no por ello deja de ser válido. No podemos eliminar el sufrimiento, ni el desamor, ni el abandono, ni la muerte, pero podemos tener esperanza en que son cosas transitorias. En que, al final, siempre llega un nuevo día. Tengo una fe resuelta en ello.

«No, el viaje no concluye aquí. La muerte es sólo otro sendero, que recorreremos todos. El velo gris de este mundo se levanta y todo se convierte en plateado cristal. Es entonces, cuando se ve la blanca orilla. Y más allá, la inmensa campiña verde, tendida ante un fugaz amanecer.»

This is for the times I don’t want to forget