Seven Hills

Me gustan mucho las amistades de festival porque son vidas en miniatura. Dos grupos se conocen en un camping, hablan de sus ciudades, empiezan a compartir cervezas, algo de fumar y analizan el cartel. Coinciden frente al escenario, saltan juntos y vuelven comentando la jornada. «Tío, tu nombre era Fran, ¿no?». Es una amistad de borrachos. Con todas sus fases, incluida la exaltación y la resaca. También deja algún grupo de WhatsApp como residuo. «Nos hablamos por aquí, eh. Y el año que viene nos juntamos», pero no es verdad. La gente sale y el chat se hunde hasta el cementerio de los grupos olvidados.

Llegado cierto punto, creo que todas las relaciones humanas se desarrollan con este esquema. Algunas son fugaces, otras sólidas. Unas están destinadas a inmolarse con rapidez, otras a perdurar en el tiempo, pero todas terminan. Nuestra vida está marcada por las despedidas de gente que en algún momento fue irremplazable. El mundo está lleno de esas personas, o de sus restos, que ya no son sino meros recuerdos. Y aquí seguimos. Obligados, porque no hay otra alternativa, a disfrutar de cada momento de eternidad sabiendo que las cosas se acaban para nosotros.

I know, there’s people in the places I’ve been
Who I know, I’ll never find again

Hace unos años, una de esas personas que hoy son recuerdos me dijo que crecer era aprender a despedirse. Yo no sabía entonces la importancia de esa lección, pero me acuerdo de ella todos los días. Javier Marías lo expresó mejor que nadie cuando recogió el premio Rómulo Gallegos en 1995 por Mañana en la batalla piensa en mí: «Nos olvidamos casi siempre que (…) cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos (…) de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse -todas menos una a la postre- (…) de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido.»

Me gusta reconstruir los mapas de las personas a las que quiero. Conocer sus logros y sus miserias porque forman parte de lo que son, de lo que somos todos. No podemos concebir el amor sin el desamor, la compañía sin el abandono, ni la vida sin la muerte. Vivir de espaldas a esta realidad nos condena a la esclavitud de una mirada torcida, al sinsentido, al nihilismo. ¿Por qué sufrir constantemente si todo acaba?

Podemos aprender a estar en el mundo y creo que la única manera de hacerlo es vivir con esperanza. Decir esto en la época del desencanto y del cinismo disfrazado de ironía sólo llama a la risa, pero no por ello deja de ser válido. No podemos eliminar el sufrimiento, ni el desamor, ni el abandono, ni la muerte, pero podemos tener esperanza en que son cosas transitorias. En que, al final, siempre llega un nuevo día. Tengo una fe resuelta en ello.

«No, el viaje no concluye aquí. La muerte es sólo otro sendero, que recorreremos todos. El velo gris de este mundo se levanta y todo se convierte en plateado cristal. Es entonces, cuando se ve la blanca orilla. Y más allá, la inmensa campiña verde, tendida ante un fugaz amanecer.»

This is for the times I don’t want to forget

Mantener vivo el fuego: Historia de los visigodos

Hace semanas me encontré en televisión con un anuncio que comenzaba así: «Ataulfo, Teodorico, Sisebuto, Gundemaro, Sigerico, Teodoredo, Turismundo. ¿Sabes qué tienen en común la lista de los reyes godos y tu primer préstamo con Moneyman? Que ambos tienen cero interés.»

En la era de la ofensa generalizada, uno podría esperar algún comunicado del gremio de historiadores exigiendo una satisfacción, pero no ha ocurrido. Quizás estén acostumbrados. Desde los años del franquismo, cuando la era visigoda se resumía en una lista de nombres raros, el periodo que medió entre el final del Imperio Romano y la ocupación musulmana ha caído en el olvido, en la burla o en el tópico. ¿Quién no ha escuchado a su padre contar con horror las collejas que daba el maestro por olvidarse a Walia o fallar en Recaredo?

Contra la burla, el tópico y, sobre todo, contra el olvido, se ha levantado Daniel Gómez Aragonés con la Historia de los Visigodos, publicado por Almuzara. Su libro, que bien podría leerse como una segunda parte de Bárbaros en Hispania (publicado en La Esfera), cumple todos los requisitos de una gran obra de divulgación histórica. Por un lado, maneja las fuentes del periodo. Nos sumerge en los escritos de Jordanes, Procopio de Cesarea o San Isidoro de Sevilla. Por otro, ejerce como portal, como punto de encuentro para los principales estudiosos del Regnum Gothorum. Así, el lector, que recorre la historia del pueblo godo desde sus orígenes hasta su fin como reino hispánico, encuentra en cada etapa, en cada capítulo, una cuidada selección bibliográfica para aumentar los conocimientos y la información que por cuestiones de espacio, agilidad y dinamismo no han cabido en el texto.

Si esto fuera todo, Historia de los visigodos sería un buen libro. Una curiosa fuente de información, una reivindicación interesante de un periodo desconocido y, con el paso del tiempo, algo olvidado en una biblioteca. Sin embargo, el autor ha hecho lo posible para que no sea así. Junto al rigor histórico y académico se adivina una voz apasionada por este tiempo. Daniel no se esfuerza por mantener en todo momento un tono rígido y sobrio. Y hace muy bien. Cuando habla de batallas, de reyes y tradiciones acaba estableciendo un diálogo entusiasmado con el lector. «¿No es esto digno de una gran película? ¿O de Juego de Tronos?», se pregunta varias veces.

Ese tono tan personal acaba dotando al libro de un enfoque diferente al que algunos estamos acostumbrados a ver en el ensayo histórico. El autor no sólo narra, analiza y explica los hechos, los grandes personajes y su importancia de manera material. Impregna todo de algo más. De una mirada que se preocupa por el mito, el símbolo, la épica, la tradición y la identidad. Caminando la senda de Joseph Campbell, a quien cita en su prólogo («Los mitos son pistas de las potencialidades espirituales del ser humano»), Daniel nos habla de la importancia de los símbolos y las narraciones que nos conectan con nuestro pasado más remoto. Así, conocemos las canciones que los godos cantaban sobre sus gestas guerreras, la importancia del ceremonial en la coronación de los monarcas y el simbolismo de Toledo, la ciudad goda, la Urbs Regia, la ciudad de los reyes, la capital histórica de España, que rivalizaba en belleza con la mismísima Constantinopla.

En este tiempo del desarraigo, el lector se encontrará con un libro de historia que le habla de quién es. Como bien dice Daniel en su epílogo, el Reino Visigodo, con sus luces y sombras, es el germen de la actual España. Leovigildo y Recaredo, nuestros padres de la patria primigenios, tomaron la herencia de Roma y crearon algo nuevo. Una tierra unida bajo un mismo rey y un mismo Dios. Gobernada por una ley que debía aplicarse sin distinción a godos e hispanorromanos. Un mismo pueblo unificado para la historia que, pese a su caída, nunca fue olvidado. El ideal de la unión, la restauración y engrandecimiento del reino perdido, inspiró a numerosos gobernantes de nuestra historia y sus ecos llegan hasta los días que hoy vivimos. Daniel nos ha enseñado a recordar. En nosotros está ahora la responsabilidad de mantener vivo el fuego godo.

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Además de escribir libros estupendos, Daniel forma parte de Paseos Toledo Mágico, las mejores rutas culturales de Madrid y Toledo. Los podéis encontrar aquí .

Muñecas encantadas y tableros de ouija: simetrías en el terror contemporáneo

El modelo de producción de cine de terror actual, apoyado en buena medida sobre el concepto de franquicia, ha generado simetrías curiosas. En 2014 se estrenaba Annabelle como parte del incipiente universo expandido del Expediente Warren de James Wan. La película se abría con una escena cargada de estilo. Desde la ventana de una habitación, y al tiempo que se apagaban las luces, el espectador podía observar un crimen al otro lado de la calle que despertaba a la protagonista. A partir de ahí, Annabelle se diluía en efectos de posproducción y una interminable carga de sustos. Sin embargo, su continuación, Annabelle Creation (David F. Sandberg, 2017), concebida como precuela y explicación de los orígenes, demostraba una propuesta de mucho mayor calado. La atención al detalle y el hábil manejo de los silencios se sumaban a una tremenda personalidad de artista (esa introducción a la casa del horror a ritmo de jazz). La genial actuación de Lulu Wilson, la niña protagonista, culminaba una cinta meritoria, a la altura de las firmadas por Wan.

Ese mismo esquema en el que la continuación, a modo de precuela, supera a su antecesora se repite en Ouija (2014). La película de introducción, dirigida por Stiles White, también arrancaba con un detalle de estilo. Un suicidio, quizás inducido, en el que la víctima utilizaba una cuerda luminosa. El cuerpo caía por las escaleras fuera de plano hasta situarse frente a la mirada del espectador como un raro cuadro de luz y muerte. Tras aquello, Ouija se convertía en un slasher rutinario con unos diálogos cercanos a la parodia referencial del estilo Scary Movie.

Sus carencias quedan todavía más al descubierto frente a su precuela, Ouija: el origen del mal (2016), donde encontramos de nuevo a Lulu Wilson como protagonista. En ella, Mike Flanagan reivindica la importancia del lenguaje. Sobre una base argumental heredada, limitada por su antecesora, construye una película completamente distinta.

Como hiciera James Wan en Expediente Warren, los espacios tradicionales del terror gótico y clásico se convierten en el lugar donde habitan los monstruos. Debajo de las camas, en el quicio de las puertas… el mal se esconde donde el espectador no puede verlo pero sí intuirlo. Flanagan es capaz de orientar siempre la mirada, llegando a establecer juegos de persecución donde el objeto de terror escapa permanentemente hacia el fuera de campo hasta el momento justo. Su aparición no es necesariamente estrambótica y subrayada por el ruido. Puede aparecer como estruendo, pero también como deformación bajo un enorme silencio. Tensión, sorpresa y terror precisamente ajustados.

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Lulu Wilson y su iluminación en Ouija: el origen del mal

No terminan ahí los aciertos de la película. La profundidad de campo es aprovechada y combinada con el silencio y la sutilidad. Mientras en primer plano se desarrolla la vida cotidiana, mientras alguien duerme, habla o sueña, en el fondo de la imagen siempre pasa algo. Se mueve una sombra, unos ojos miran, alguien observa. Nada de eso está remarcado por la música en la posproducción. Ocurre bajo una perfecta sutilidad, bajo un silencioso terror.

Estos elementos de estilo, de movimiento caligráfico con la cámara para desarrollar la acción, se mezclan con planos más estáticos, simétricos e, incluso, pictóricos, donde la luz juega un papel fundamental. Durante la película, vemos a Linda (Lulu Wilson) bajo diferentes luminosidades que remarcan lo que su gesto denota, el desarrollo del mal bajo su piel. A veces son dos puntos de luz tras sus ojos, a veces, una sombra que se cierne sobre ella.

Flanagan crea así una mezcla de casa encantada y exorcismo. Su habilidad en el control del lenguaje cinematográfico ratificaba su trayectoria después de haber dirigido ya grandes cintas de género como Oculus: El espejo del mal (2013) o Hush (2016) y lo consolidaba como uno de los grandes nombres del terror actual, popularizado por sus adaptaciones de Stephen King y sus series para Netflix.

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Simetría e iluminación. Un plano genial de Ouija: el origen del mal. 

Algunas preguntas sobre el fin del mundo

Durante los años de colegio, y bajo las etiquetas de «Conocimiento del medio», «Ciencias sociales» o «Historia», los profesores nos enseñaban un puñado de fechas que cambiaron el mundo. El descubrimiento de América, la Revolución Francesa o la caída del Imperio Romano funcionaban como balizas, puntos de inicio y final, que acotaban y clasificaban las edades del hombre.

De todos aquellos eventos, el fin de Roma era el que evocaba imágenes más vívidas en mi mente infantil. Animado por los peplum que ponían los domingos en Telemadrid y las ilustraciones de los libros de historia, me imaginaba el momento como una orgía de fuego (aunque no sabía lo que significaba orgía), destrucción y música apocalíptica de fondo. Una mezcla de Thomas Cole y tecnicolor.

Esa es la imagen que pervive en el imaginario popular hoy en día. La caída de Roma como la maldición de Valyria. Un fuego caído del cielo, en forma de bárbaros, que arrasó con una civilización a la vez refinada y decadente.

En su libro, En el fin de Roma, Santiago Castellanos se pregunta por qué. ¿Por qué consideramos el 476 como el final del Imperio? ¿Lo percibieron los romanos de entonces como un cambio de época? ¿De verdad existió una ruptura tan clara o primaron las dinámicas de continuación? ¿Qué intereses subyacían en la época para que la imagen de la caída de Roma tenga un aura tan catastrófica?

Con una mezcla de análisis arqueológico y una inmensa labor documental, el autor clarifica todas estas cuestiones. La imagen que aparece ante el lector, sobre todo ante el no experto, es fascinante.

En el año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, proclamándose rey de Italia y enviando los símbolos imperiales al emperador romano de Oriente, ningún autor contemporáneo habla de fin de época. Nadie percibió ese hecho como una ruptura radical, ni mucho menos como un cambio de era. Sería unas décadas después, en el marco de una operación de propaganda, cuando la corte de Justiniano empezara a hablar del 476 como fecha definitiva. Necesitaban presentar aquellos eventos como una catástrofe que él, con su invasión de Occidente, solucionaría. El Imperio había terminado en el oeste. Justiniano, emperador romano de Oriente, lo restauraría en toda su gloria.

Nuestra visión de la caída de Roma es hija de aquella propaganda. La ciudad no se construyó en un día y tampoco fue destruida en una noche. En el 476, ya había sido saqueada dos veces, en el 410 por los godos de Alarico y en el 455 por los vándalos de Genserico, y volvería a ser saqueada por los godos en el 546 tras expulsar a los romanos orientales de la ciudad que habían tratado de recuperar.

Las instituciones romanas arrastraban un proceso de crisis que se disparó en el reinado de Honorio y ya no pudo detenerse pese a los diferentes intentos de solución por parte de las élites. Las razones no son abordables en este espacio. El hecho es que los bárbaros cruzaron el Rin en el 406 y ocuparon vastas extensiones de terreno imperial. Sirvieron como soldados, ayudaron a vencer a Atila y, finalmente, lucharon entre sí, contra Roma y fundaron sus propios reinos.

Acabaron conviviendo con la población local, adorando a un mismo Dios, que también tardaría en consolidarse, y creando una arquitectura política que era en sí misma deudora de Roma. Cuando Rómulo Augústulo entregó su corona, sus dominios se circunscribían a la península itálica. Hispania, África, Britania y casi toda la Galia se hallaban en poder de los incipientes gobiernos bárbaros.

Para algunos, como el hispano Hidacio, que murió antes del 476, los hechos eran la prueba de que el fin del mundo se encontraba cerca. Su tono apocalíptico sí da la imagen de una tragedia. Para otros, como buena parte de la élite romana, no implicó ningún fin, sino la apertura de un proceso de negociación del poder. De cambio en las instituciones donde debían moverse rápido para retener porciones de influencia bajo unas instituciones mutadas y unos nuevos gobernantes para los que ahora debían ser útiles.

No llegó el fin de los tiempos, pero sí terminó un tiempo. No lo hizo en un día, tampoco en un año, ni en una década. Fue un proceso con causas profundas, arraigadas en el suelo, cuyas consecuencias se fueron manifestando hasta convertirse en irreversibles.

Los días que vivimos no son los mismos que vivieron los romanos del siglo V. Sin embargo, leer sobre el fin de Roma puede hacernos reflexionar. ¿Estamos en una época de decadencia, o, al menos, de transformación profunda? ¿Somos capaces de darnos cuenta? ¿Sabremos reconocer el fin de nuestra era? ¿Quién será el agente externo transformador? ¿Y el interior? ¿Qué ideas están asumiendo las élites para afrontar esta situación? ¿Participan en esa ola de cambio o la intentan frenar? ¿A qué Dios adorarán nuestros hijos? ¿Estudiarán en quince siglos nuestras opiniones para saber si nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando?

¿Qué año será nuestro 476? ¿Está cercano? ¿Lo hemos vivido ya?

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Joker contra el joven Papa

Hace unas semanas escribía sobre la capacidad que tienen las obras de ficción para ir más allá de sus propias historias y ayudar a comprender los grandes misterios de la vida. Hablaba sobre cómo, en ausencia de una fe religiosa, escritores tan diferentes como Javier Marías, Joe Hill o Tolkien me habían permitido dar un contexto, una explicación y una esperanza a la muerte.

He seguido meditando sobre ello durante este confinamiento. Si la religión ya no tiene el poder de vertebrar el sentido de las sociedades, ¿de qué manera refleja la ficción televisiva y cinematográfica los puntos de vista morales que habitan en nuestra realidad? Y un paso más lejos, ¿puede una serie provocadora, compleja y supuestamente posmoderna ser vehículo de un mensaje tradicional?

En el mundo moderno vivimos una erosión de los valores tradicionales. La nación, la religión, la trascendencia y la familia (o el familismo) son crecientemente sustituidos por nuevas identidades que la globalización y el individualismo han traído de la mano. Sin embargo, el proceso no se ha terminado de consolidar. Y en ese espacio intermedio que habitamos, surgen dos polos y sus diferentes manifestaciones políticas.

Por un lado, el nihilismo, que quiere profundizar hasta el extremo el proceso de erosión. Es decir, derribar todos los consensos tradicionales y discutir qué mundo nuevo se construye sobre las ruinas. Por otro, el tradicionalismo, que quiere revertir los cambios o, al menos, asumirlos poco a poco sin destrozar los cimientos de la vieja civilización.

Joker es el ejemplo más perfecto de nihilismo contemporáneo. Como Dani Gómez Aragonés y Gonzalo Rodríguez explicaban recientemente en uno de sus coloquios, la película de Todd Philipps no tiene luz. No existe una confrontación entre los valores de la bondad y la justicia contra el caos y la violencia. Todo es maldad, injusticia, caos y violencia. Los chavales más bajos de un barrio, los yuppies financieros, la burguesía pudiente. Toda la sociedad, verticalmente, está podrida y no hay nada que se pueda hacer por solucionarlo.

El protagonista, Arthur Fleck, no es necesariamente una mala persona. Es la sociedad la que lo convierte en un monstruo sonriente. En el ámbito de la familia encuentra maltrato y engaño. En el  trabajo marginación y desprecio. En la calle no hay más que miedo y palizas. El amor sólo es posible como una aberración mental o como acoso. En un mundo sin ningún tipo de vertebración sólida, ¿qué queda sino entregarse a la violencia desesperada? Arrasarlo todo, sin ni siquiera la esperanza de que surja algo mejor después.

Nuestras sociedades todavía no han llegado al nivel de degradación que se muestra en el Joker, pero los primeros pasos en el camino están dados. Como Fleck, mi generación se ha criado en un mundo sin los asideros tradicionales. En una crítica constante e irrefrenable de todo lo que nos ha precedido. Descartando el pasado como inútil y opresivo, nos hemos descartado a nosotros mismos como resultado que somos de ese pasado. Hemos intentado sustituir el conocimiento acumulado de nuestros antepasados por experimentos modernos, ilusiones vanas, que no han hecho sino condenar a la humanidad al trastorno y la tragedia.

El filósofo Gregorio Luri lo define así en La imaginación conservadora: “La omnipresencia de la mirada crítica que (…) da lugar a las almas disconformes, que no pueden mirarse sin sentir una cierta vergüenza, por no estar a la altura de las ilusiones que se han proyectado sobre sí mismas y que ni tan siquiera saben disfrutar con lo que poseen, a pesar de las ofertas de bienestar psicológico que las bombardean continuamente”.

Joker

Frente a esta mirada, se sitúa The New Pope, la serie creada por Paolo Sorrentino para HBO. Como todos los productos de su director, la historia del joven Papa Pio XIII admite cualquier cosa salvo consensos sobre su mensaje. Algunos la pueden ver como herética y provocadora, otros como una brutal sátira de la Iglesia y sus viejos pecados. Puede que haya algo de todo eso. Hay irreverencia, provocación y sátira, pero hablar de ello sería quedarse en la capa más superficial.

Para mí, The New Pope  es portadora de los valores que han hecho mejor a los hombres desde el principio de los tiempos. Como hiciera Pasolini con su Evangelio según San Mateo, aquí, un director provocador, moderno y no católico es capaz de transmitir con pasión un mensaje profundamente cristiano.

En el capítulo final de la serie, Pio XIII da un bellísimo discurso sobre la fe y la vida.

“A veces confundimos amor con locura. Belleza con éxtasis. La historia se ha vuelto a repetir. La locura y el éxtasis, una vez más, se han vuelto a revelar como tentaciones irresistibles, pero siempre acaban con una muerte injusta. (…) Hay una vida de felicidad que se puede encontrar en la esfera de la gentileza, la amabilidad, la mansedumbre y la benevolencia. Debemos aprender a estar en el mundo. Y la Iglesia debe contemplar la idea de abrirse al amor posible para así combatir el amor aberrante.

(…)

¿Sabéis que es lo maravilloso de las preguntas? Que no tenemos las respuestas. Al final, sólo Dios tiene las respuestas. Son su secreto. El secreto de Dios que sólo Él conoce. Ese es el misterio en el que creemos. Ese es el misterio que guía nuestra conciencia“

Aceptar la incertidumbre de la vida y asumir los acontecimientos sabiendo que nunca llegaremos a entender del todo por qué. En unas pocas líneas, Sorrentino condensa el mismo mensaje que Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, dejaba por escrito en su Introducción al cristianismo: “La libertad es la estructura necesaria del mundo, y esto significa que el hombre sólo puede comprender el mundo como incomprensible, que el mundo sólo puede ser incomprensibilidad.” Es decir, abandonar una mirada excesivamente crítica y arrogante que cree poder explicar cualquier fenómeno del mundo. Una mirada que lleva, de manera inevitable, al nihilismo.

Quizás en esos límites a nuestro entendimiento podamos encontrar la auténtica libertad. Un George Orwell desengañado del comunismo manifestó su preferencia por la ingenua adhesión del hombre de la calle a valores concretos que la supuesta grandeza de las teorías emancipadoras. La gentileza, la amabilidad y la benevolencia no son valores con los que escribir en mayúsculas utópicas el progreso de la historia, pero hacen la vida mejor. Nos permiten avanzar y nos salvan del caos. No garantizan el futuro, pero construyen los suficientes asideros como para no caer en el pozo de la desesperación.

Gregorio Luri concibe al hombre como un ser anfibio por su inestable equilibrio entre la política (el orden) y la naturaleza. “Platón sabía bien que el hombre es capaz de aspirar a ser como dioses y de caer en la degradación de la infrahumanidad. En el hombre hay una naturaleza salvaje con la fuerza de un león que lo impulsa hacia lo peor pudiendo hacer de él una bestia monstruosa y policéfala. Para amansar al león es necesaria la energía de un león. Por eso, sin la «atadura divina» de una educación adecuada, proporcionada por la ley colectiva de la ciudad, el hombre no sólo se degrada sino que se convierte en la más salvaje de las criaturas que produce la tierra”.

Sin familia, sin trascendencia y sin comunidad política, el hombre no es más que un animal violento que se revuelve contra su entorno hasta destruirlo.  Eso es el Joker y hacia eso puede dirigirse una sociedad sin pilares en los que apoyarse. Pio XIII y The New Pope son el reverso luminoso. Nos abren la posibilidad de una existencia fundamentada en los valores que nos ha legado la historia sin cerrarnos al devenir futuro. Una vida que no nos hunda en el abismo, sino que nos permita ascender y hacernos mejores. Es la vieja historia que nunca acaba. El bien contra el mal. La luz contra la oscuridad.

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La mejor serie política es francesa y de izquierdas

[Sin spoilers]

En 2013, Netflix estrenó House of Cards, la serie que marcaría toda una generación de ficción política de masas. En ella, Kevin Spacey encarnaba a Frank Underwood, un congresista estadounidense que, a través de diferentes conspiraciones, se iba haciendo con el poder. House of Cards triunfó gracias a su hábil mezcla de problemas políticos de actualidad con dosis cada vez mayores de conspiración.

Con el paso de las temporadas, la serie fue cada vez más rehén de este último ingrediente. El ocaso coincidió con el declive personal del propio Spacey, asediado por sus demandas de abuso sexual. Underwood se convirtió en un personaje histriónico, de una amoralidad patética, sin motivaciones profundas, que sólo quería ganar. Los interminables monólogos mirando a cámara terminaron por crear un personaje parodia de sí mismo. El congresista encantador y ambiguo de las primeras temporadas se convirtió en un malvado infantil que pataleaba por su dosis de poder.

Evitar esta tentación de político malvado absoluto es lo que convierte a Baron Noir en la mejor serie política de los últimos años. Su protagonista, Philip Rickwaert (titánico, Kad Merad), dirigente del Partido Socialista Francés, es una mezcla del ministro Ábalos, Alfredo Pérez-Rubalcaba y Pedro Sánchez. Un genio de las cloacas políticas, un ingeniero de las instituciones que puede caerse y resucitar.

El camino que recorre durante las tres temporadas muestra el carácter de un personaje complejo. Capaz de arriesgarse por sus aliados hasta las últimas consecuencias y dispuesto a las mayores fechorías para cortar el paso a sus enemigos. Pero no es un hombre que hace el Mal para conseguir Poder. No se queda ahí. Rickwaert es un militante socialista con una agenda política por la que él mismo está dispuesto a sacrificarse.

Eso lo convierte en el centro de un rico espectro de personajes que es el auténtico corazón del éxito de la serie. Todos y cada uno de los secundarios son específicamente franceses y, estoy seguro, adquieren resonancias muy particulares en el panorama político galo. Sin embargo, están construidos con la suficiente habilidad como para que cualquier ciudadano europeo sea capaz de reconocer en ellos a su fauna política nacional.

Una tecnócrata europea de convicciones federalistas, un viejo socialista que añora el extinto poder de la socialdemocracia europea, un ególatra izquierdista obsesionado con la teoría revolucionaria y su poder frente a las masas, un liberal centrista con mentalidad de CEO en una multinacional, una derecha incapaz de escapar de sus antiguos referentes, un populista que quiere cambiar de base las reglas de la democracia…

Todos ellos conspiran y maniobran para conseguir el poder, pero sus movimientos gravitan en torno a las elecciones y sus intereses ideológicos. Nadie quiere el poder por el poder. Baron Noir es capaz de enfrentar los diferentes posicionamientos políticos contemporáneos con temas de absoluta actualidad, como la desindustrialización, el terrorismo, la inmigración, la crisis ecológica o el avance del proyecto europeo.

Su mirada es lo suficientemente honesta como para no caer en moralismos ridículos de manera continuada, pero no es, de ninguna manera, inocente. El ejemplo más claro es su manera de abordar el Frente Nacional, dibujado desde un enfoque antisistema y objeto de los diálogos más maniqueos y comprometidos de la serie. Muy lejos de la profundidad que haría falta para afrontar algo tan rico e interesante como el panorama político que está surgiendo en la nueva derecha francesa.

Las simpatías de la historia y, naturalmente, del espectador, se dirigen hacia un personaje de izquierdas, pero es capaz de mostrar las contradicciones internas tanto del movimiento como del protagonista, construyendo una escala de grises que no hace sino engrandecer la serie. Siendo así, y pese a su habilidad para afrontar dilemas políticos, habría que prevenirse de tomar Baron Noir como un manual o una guía de actualidad.

Sí es, qué duda cabe, una serie de construcción impecable y narrativa ajustada. Con un control de los tiempos magistral y un montaje en ocasiones más cercano a lo cinematográfico que a lo televisivo. Su capacidad para pasar de un lugar a otro con fluidez o su habilidad para avanzar en el tiempo y resumir en dos claves los cambios que han sucedido son algunos ejemplos de su eficiencia narradora.

Baron Noir ha crecido con el paso de los años y, especialmente en su última temporada, se reivindica como un referente propio que, pasado el tiempo, escapará a las comparaciones con House of cards. Lo que empezó como una ficción política que añadía traición y crimen se ha convertido en un sofisticado producto dramático, en todo el sentido de la palabra, que trasciende los tópicos y las miradas partidistas, por muy presentes que estén.

Además, cada minuto de Anna Mouglalis en pantalla es un regalo de la vida por el que hay que dar gracias.

Anna Mouglalis (Amélie Dorendeu), Kad Merad (Philippe Rickwaert)

La muerte es un gato tumbado al sol

En el pasado, la religión era capaz de explicar a pobres y ricos las razones de la tragedia en la vida y la esperanza en el más allá. A pesar de las dudas, que siempre han existido, el hombre tenía acceso a un sistema complejo de creencias que vertebraba su existencia. La llegada de la modernidad fue erosionando la reputación de esas creencias hasta conformar sociedades, al menos en Occidente, mayoritariamente laicas. La religión no se ha extinguido, pero su capacidad de dar explicaciones a la sociedad es cada vez menor.

Se atribuye a Chesterton esa máxima de que “cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. Y llevaba razón. La pérdida de influencia del cristianismo, la globalización, la desnacionalización, la progresiva individualización del hombre han dado lugar a un sinfín de sustitutivos. Desde las ideologías políticas (el feminismo, el resurgimiento nacionalista) a las religiones orientales o, sencillamente, el desencanto posmoderno.

Creo que toda mi generación, y yo no soy una anomalía, somos hijos de esto. Buscadores incansables de sentido en un mundo que quizás no lo tenga. ¿Cómo enfrentarse entonces al mayor misterio de la vida, que es la muerte, en estas condiciones? No tengo respuestas universales. ¿Quién las tiene a estas alturas?

Cuando perdí a mi madre hace dos años, mi mente buscó en aquellos lugares a los que estaba acostumbrado a recurrir en tiempos difíciles. Sin Dios, ni creencias que me explicaran la arbitrariedad, el sinsentido del sufrimiento y la pérdida, quería encontrar en los libros, las historias, la música y los cómics las explicaciones que me faltaban.

Sé que una novela no puede equipararse a un sistema de creencias con dos mil años de antigüedad. Tampoco lo pretendo, pero ahí hallé un camino.

Leyendo Los enamoramientos, de Javier Marías, me encontré con los siguientes párrafos:

“El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es mientras nos quede un poco de tiempo. (…) Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un dato, sólo un hecho. (…) Ahora es sólo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años, y yo soy sin madre desde aquel momento. Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos: soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero o que otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño de siete hermanos (…) qué más da, a la larga son todo datos y nada tiene demasiada importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato”.

Al principio sus palabras me enfadaron. ¿Cómo puede olvidarse una tristeza tan honda? ¿Pueden las despedidas convertirse en simples hechos biográficos? Entonces me parecía imposible, pero Marías llevaba razón.

Una tragedia puede durar años en el corazón, pero el mundo sigue y esa pérdida, para el resto de la gente, acaba convirtiéndose en un dato biográfico más del que sufre. Genera rabia, incomprensión y una profunda soledad, pero no es inmutable. Con el tiempo, incluso la peor desolación toma diferentes formas y ocupa diferentes lugares. Nunca se olvida, aunque a veces se arrincona. Cambia, define e influye el presente, pero no se apodera de él.

Marías me enseñó que hasta los recuerdos más afilados, cuando pasa el tiempo, pueden dejar de doler.

El método para avanzar por ese camino lo encontré en las viñetas de Locke & Key, escrita por Joe Hill.

“La muerte no es el final de la vida, ¿sabes? Tu cuerpo es una cerradura. La muerte es la llave. La llave gira y tú eres libre, libre de ir a cualquier lugar, el que quieras. Estás en dos lugares al mismo tiempo. En ningún lugar. Eres parte del zumbido de fondo del universo. ¿Has visto alguna vez un gato durmiendo tumbado al sol? Hay un sonido allí, un sonido dorado. Es la única forma de describirlo. Es un sonido brillante, y tiene pequeñas motas de música que flotan por el aire como si fuera polvo. Y te das cuenta de que si dejas que ese sonido entre en ti, si tarareas su misma melodía… te sentirás como un gato al sol. Un descanso perfecto. Que podría durar un millón de años. Yo creo que son almas. Creo. Tal vez cuando vaya allí esta vez sí tocaré la melodía de las almas con todas ellas.”

Cuando despierto cada mañana y pienso en los que ya no están conmigo, escucho esa melodía de las almas y sonrío. No se me escapa lo posmoderno que es encontrar la esperanza frente a la muerte en los diálogos de un cómic, pero creo que hay verdad en ellos. Mucha verdad y enorme belleza.

Decía un sabio inglés que la melodía era el propio cimiento del mundo. Creía, y estoy seguro que con razón, que Dios había creado el mundo con música.

“Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío.”

Tecleo estas palabras cuando el sol de la tarde entra por mi ventana. Sobre la mesa, en una manta azul, duerme mi gata. Incluso en los peores tiempos oigo esa música. Ya no siento el vacío. Vivo escuchando esa melodía en la que habitas, la melodía de las almas que forja tu recuerdo. Hasta que volvamos a encontrarnos.

PSOE contra PODEMOS: la izquierda española en los tiempos postpandemia

La premisa en la que deberíamos basarnos es que los dos partidos de gobierno no tienen intereses comunes en el largo plazo. Su existencia, pasada la legislatura, es mutuamente excluyente. El PSOE necesita recuperar todo el espacio de la izquierda. Ser hegemónico de nuevo para no volver a depender de una fuerza externa. Podemos, como insistió siempre Pablo Iglesias, sólo es viable en el futuro si sobrepasa al PSOE y se convierte en la fuerza capital de la izquierda. La alternativa, el gran miedo del líder, es perder fuelle hasta ser un refugio de nostálgicos, como le ocurrió al PCE y a Izquierda Unida.

A este baile de fuerzas, en los años 2016 y 2017, se le bautizó como la lucha por el sorpasso. Se hacía por entonces un símil con la política griega. Allí, el PASOK, el partido hermano del PSOE, había desparecido tras su pésima actuación en la crisis económica y la incapacidad para conectar con el descontento social. Su espacio había sido ocupado por Syriza, una coalición de la nueva izquierda alternativa con jóvenes neocomunistas, que llegó a ocupar el gobierno.

En España las cosas han sido diferentes y se ha llegado casi a un empate técnico. PSOE y Podemos siguen disputándose al electorado de izquierdas y ambos comparten el gobierno, pero eso no significa que su lucha haya terminado. Es más, la crisis del coronavirus, creo, la acelerará.

En el corto plazo comparten un objetivo: librarse de su mala gestión de la crisis sanitaria. Los dos necesitan salir limpios de la mayor pandemia en los últimos cien años. Por eso, políticos de ambos partidos están construyendo el discurso postpandemia. “El gobierno actuó a tiempo, el gobierno lo hizo todo bien, el gobierno protegió a los trabajadores, el gobierno nunca mintió. La culpa, sin ningún género de dudas, es de las políticas de austeridad del PP”. Da igual que sea mentira. Su control de los medios, regados con 15 millones de euros, se encargará de hacerlo verdad.

Una vez recuperados de la crisis sanitaria, el gobierno tendrá que hacer frente a una enorme crisis económica. No sólo coyuntural, provocada por la caída de actividad durante el virus, sino estructural. España acumula un problema de endeudamiento crónico, de mercado laboral disfuncional y de modelo productivo inviable para los tiempos que vienen. Aumentará el desempleo, bajará la actividad económica, subirá la deuda y la Unión Europea reclamará lo que ya reclamó en la crisis de 2008. Ajustes, bajada de salario a los funcionarios, subida de impuestos, reformas y austeridad.

Lo más probable es que el gobierno diga que todo está controlado, pero acabará enfrentándose a la realidad. Y será aquí cuando comience de nuevo el baile entre Podemos y el PSOE.

La reacción más plausible de Pablo Iglesias y sus ministros es la resistencia. Se negarán a hacer recortes, ajustes, ni cumplir con el déficit. Las consecuencias económicas de eso les importarán poco. Si siguen dentro del gobierno, su posición en el consejo de ministros será clara. “No hay que cumplir con lo que diga Europa y, si nos presionan, estamos obligados a resistir”. Lo mismo que hicieron Tsipras y Varoufakis en 2015 en Grecia. Las consecuencias políticas de aquello les importarán poco.

Ahí es donde Iglesias intentará comenzar la absorción del PSOE. Si Pedro Sánchez se niega a cumplir con sus exigencias y obedece a Europa, Podemos empezará a filtrar conversaciones del gabinete. Atacará a los ministros menos favorables a Podemos. Ya lo está haciendo con sus continuas críticas a Nadia Calviño.

Si esa situación se agudiza, el órdago será total. Sánchez sólo tendrá como alternativa apoyarse en Ciudadanos y el PP, que le darían su apoyo para un gobierno en solitario o de concentración nacional, como única alternativa responsable. ¿Entendería esa decisión el electorado del PSOE? Viendo los acontecimientos de los últimos años, la izquierdización del discurso de Sánchez y sus medios de comunicación afines, creo que es altamente improbable.

Iglesias saldría del gobierno y encabezaría en solitario la oposición desde la calle. Su objetivo, igual que en 2016, sería achicar al máximo el espacio del PSOE captando a sus antiguos votantes. Su discurso, probablemente ya trufado de antieuropeísmo, se centraría en la posibilidad de una “salida social a la crisis”, la realidad de unos “partidos del régimen” y la viabilidad de Podemos como única alternativa. Sus escoltas mediáticos (eldiario.es, La Marea, La Sexta, sectores de Prisa, etc.) serían el perfecto altavoz.

Sus posibilidades de triunfo, en una sociedad ultrapolitizada y polarizada gracias a los medios de comunicación de izquierda y extrema izquierda, son considerables.

Ante ese escenario, Pedro Sánchez tiene una alternativa en la que ya está trabajando. Asumir él mismo el discurso de Iglesias desde el poder. No regalar a Podemos la oposición a las políticas de ajuste, sino doblar la apuesta populista desde el gobierno y ver hasta dónde llega.

Sánchez cambiaría las tornas. No hablaríamos ya de una pasokización del PSOE, sino de una syrización. La operación, probablemente comandada por Iván Redondo, pasaría por convertir a Pedro Sánchez en un nuevo Alexis Tsipras que desafía a la Unión Europea, agota todas las posibilidades, y acaba derrotado o triunfador, pero con Podemos mirando desde una esquina.

Algunas claves de ese discurso, de ese escenario, se han empezado a notar ya. De cara al exterior, Sánchez ha coqueteado con el euroescepticismo atacando a la UE (no a países concretos, como hizo el primer ministro italiano) por no aceptar los eurobonos.

De cara al interior, ha radicalizado más el argumentario del PSOE. José Zaragoza, diputado nacional, caldeaba el ambiente acusando a la derecha de querer más muertos en España. La portavoz del gobierno, María Jesús Montero, cercana la fecha simbólica del 14 de abril, coqueteaba con la posibilidad de elegir en España la forma de Estado. El objetivo es, en última instancia, eso que se ha bautizado como “Nuevos pactos de la Moncloa”. Una supuesta refundación de los consensos nacionales que, en realidad, enmascara las ansias de un nuevo proyecto constituyente, hegemonizado por la izquierda, con espacios legales achicados para la oposición, que elimine la monarquía y abra la puerta a procesos de secesión.

En los próximos meses y años veremos qué caminos elige cada personaje de la trama. Iglesias es un comunista clásico. Adora su liderazgo, está convencido de poder cumplir su misión histórica y cree en sus ideas. Creo que eso le hace más predecible. Sánchez también adora su liderazgo, pero como carece de ideas, puede asumir cualquier camino para preservar el poder.

Empezó envuelto en una enorme bandera de España, jugando al centrismo. Para recuperar su puesto en el partido, comenzó un discurso crítico con las élites y dijo que Cataluña era una nación.

Pronto, la supervivencia del país dependerá de su elección. O gobierno de concentración nacional, a costa de perder él mismo y el PSOE el poder, o doblar la apuesta populista, haciendo sufrir al país una lucha contra Bruselas que difícilmente se puede ganar, pero frenando la expansión de Podemos. El historial de Sánchez parece indicar una cosa, pero será la historia quien decida y juzgue.

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Midsommar: compartir el fin del mundo

En los momentos finales de  Midsommar (Ari Aster, 2019) hay una escena con montaje paralelo en la que se esconde buena parte de la carga metafórica de la película. Christian (Jack Reynor) tiene relaciones sexuales con una muchacha del pueblo mientras un coro desnudo de aldeanas contempla y amplía los gemidos de los amantes. Al mismo tiempo, Dani (Florence Pugh), como consecuencia de los acontecimientos, sufre un ataque de ansiedad que es compartido por sus acompañantes. Gimen, lloran, se tambalean y gritan para acompañar en el dolor a Dani.

Es precisamente con un grito como comienza la película. Y con un grito desgarrador ponía Toni Collete en Hereditary (Ari Aster, 2018) los pelos de punta al espectador. Ambos eran el resultado de una ruptura familiar. De una desintegración del pequeño mundo que las personas comparten en su cotidianeidad.

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En ambas obras, Aster hace patentes sus influencias predilectas. De nuevo, The wicker man (Robin Hardy, 1973) se convierte en el referente más claro por la similitud de sus premisas, pero en Midsommar se amplía su universo referencial. El comienzo remite a los clásicos de jóvenes perseguidos, como La matanza de Texas  (Tobe Hooper), Hostel  (Eli Roth, 2005), o cualquier otro film de teen horror como Sé lo que hicisteis el último verano, Destino final o Scream. El desarrollo floral, folklórico y luminoso ha llevado a los críticos, y al propio Aster, a citar, entre otros, a Polanski en Tess (1979), Sayat Nova (Serguei Parajanov, 1968), Holocasto caníbal (Ruggero Deodato, 1980) o Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977). A ellas, por su deformación del entorno forestal como recurso de desorientación y terror, podría añadirse Anticristo (Lars Von Trier, 2009).

Con todos estos precedentes, Aster construye el reverso luminoso, pero no por ello menos terrorífico, de Hereditary. El lago que refleja la imagen deformada de un bosque o la imagen boca abajo de un coche entrando al pueblo bien puede servir como aviso del autor de que esta es la intención de su segunda película. El tenebrismo de Hereditary, la extrañeza bajo el manto de la oscuridad, muta en un ecosistema luminoso, sonriente y pictórico que se torna en espacio de horror.

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Los planos cortos, los desplazamientos laterales, la narración estática (la utilización de espejos para ver las dos partes de una conversación sin cortes) o la utilización de planos amplios con disposiciones pictóricas son algunos de los ejemplos más claros de la identidad de Aster como autor.

A ello se suma una preocupación milimétrica por el detalle. Midsommar, como su antecesora, están cargadas de simbología. Ninguna línea, triángulo, imagen o reflejo están colocados al azar, sino al servicio de la construcción de un universo simbólico complejo y, en última instancia, de la pura narración.

Una narración que termina por reflejar un auténtico espíritu de época. Midsommar es un cuento de terror para el siglo XXI, para una generación saturada de trastornos mentales, de ansiedad, depresión y fármacos. La generación que asiste a una progresiva desintegración –y degradación- de la familia estructurada y de la idea de familia misma.

Pelle (Vilhelm Blomgren) lo expresa de manera clara en su conversación con Dani. Cuando no hay familia, cuando no existe arraigo, la comunidad es el único camino para la salvación. El pueblo de Midsommar lo comparte todo. Los rituales, los niños, la concepción e, incluso, la ansiedad. Bajo el sol que baña un suelo empapado de cadáveres, se encuentra la comunidad y el hogar que acoge a una víctima de un mundo que nos deja cada vez más solos.

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Los últimos Jedi: el fin de lo que fue

Hay spoilers. 

Star Wars nunca partió de cero.  La saga nació como consecuencia de un fracaso. Cuando George Lucas no consiguió los derechos de Flash Gordon para adaptar sus viñetas a la pantalla, tomó la decisión de fundir su concepto de space opera con otras influencias. Utilizó los diseños de Valerian, otro cómic de aventuras espaciales, para construir buena parte de los personajes más icónicos de la franquicia. Se apoyó en el concepto del héroe de Joseph Campbell para guiar el camino de Luke… Incluso las batallas aéreas entre X-wings y cazas imperiales tienen un precedente en La batalla de Inglaterra (Guy Hamilton, 1969), que Lucas y John Milius admiraron como modelo.

Nada era demasiado novedoso. En teoría. Star Wars no inventaba nada, porque todo estaba inventado. Y, sin embargo, George Lucas fue capaz de unir todo eso, todo lo existente, en un solo relato con olor a aventura, a ciencia ficción y western que consiguió lo improbable: universalidad. Cualquiera que se enfrentaba a las películas originales, sin importar sexo, edad o bagaje cultural, era capaz de verse reflejado en alguno de los personajes o claves de la historia.

La pregunta en torno a Los últimos Jedi gira sobre ese elemento. ¿Ha perdido Star Wars su esencia? Es decir, ¿ha perdido la universalidad?

Algunos defensores de la última entrega parecen pensar eso. Incluso sin pretenderlo. En este extraordinario artículo, Bárbara Ayuso argumenta que la intención de Rian Johnson es «querernos niños». «Niños que se embarcan en una aventura predispuestos a dejarse llevar sin un rumbo prefijado por cuatro décadas de historia. Sin los corsés de la veteranía, pero desde el respeto —y veneración— a la tradición.»

Hay algo de cierto en eso. El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015) podía verse como un reboot que enganchase a las nuevas generaciones sin descuidar a la vieja base de fans, que era mimada con toneladas de nostalgia. La decisión podía cuestionarse, pero la intención de Abrams era acorde al espíritu de la saga. Seguía aspirando a la universalidad. Los últimos Jedi ha roto con todo eso. El planteamiento de Johnson es radical y rupturista. La nueva base será distinta. Como escribe Ayuso, serán niños o adultos predispuestos. La conexión con el pasado es -y será- nominal. Reducida a homenajes puntuales. «Deja morir al pasado. Mátalo si hace falta», dice Kylo Ren.

Según los favorables a la película, la desconexión no es tal. No hay revolución, sino reforma. En el centro de esa discusión ha estado el concepto de «iguales en la fuerza». Un equilibrio entre el lado oscuro (Kylo) y el lado luminoso (Rey) que explica la enorme fluctuación de poder entre ambos. Esto, que ha sido interpretado por los críticos como una de las mayores herejías, quizás sea lo más interesante en muchos sentidos. Por un lado, tiene respaldo en el universo expandido de la saga. Darth Bane, el sith creador de la regla de dos, había apoyado su decisión en que menos miembros de una orden serían capaces de recibir más poder. Y hay que recordar que la Fuerza apenas tiene representantes en el momento de Los últimos Jedi. Por otro lado, da pie a interesantes juegos de montaje cinematográfico que habilitan conversaciones entre dos personajes separados por galaxias de distancia.

Luke
Luke Skywalker

Más allá, Los últimos Jedi desconoce de manera deliberada el bagaje de una saga que, al menos en las películas, había intentado mantener un amplio grado de coherencia. El «iguales en la fuerza» no es suficiente para tapar el poco respeto al trabajo autoral de George Lucas. El papel de Luke Skywalker ha sido polémico en este sentido, por representar para unos la traición al camino de las predecesoras y para otros una continuidad lógica.

La cuestión no es si el tránsito del héroe es bueno o malo, sino si está justificado y respaldado por la historia. Y no lo está. Nada, ni en El retorno del Jedi, ni en El despertar de la Fuerza, ni en Los últimos Jedi explica el cambio de Luke. Nada revela por qué un héroe sólido, que venció al Emperador y escapó a las garras del lado oscuro, se convierte en un hombre de mediana edad titubeante y con deseos homicidas hacia los adolescentes.

Lo que importa aquí no es el cambio en sí. Que Luke acabara convertido en alguien más oscuro era algo que se sospechaba desde el episodio VI. El problema es la ausencia total de justificación. ¿Cómo se introdujeron las dudas y la oscuridad en su corazón? Sabemos cómo su padre recorrió ese camino. La rabia por la muerte de su madre, el miedo a perder a Padme, el rencor por su lugar en la Orden Jedi le hicieron caer en el Lado Oscuro. ¿Qué ocurrió para que Luke intentase matar a un niño? ¿Qué pasó antes de la rebelión de Kylo Ren, cuando Snoke ya mandaba sobre la Primera Orden? Nada se dice. Nada sabemos.

El rupturismo de Johnson no se queda ahí y sus cambios gratuitos se extienden por toda la película. Leia, a quien no se conoce adiestramiento alguno en la Fuerza, es capaz de volar desde el espacio exterior hasta una nave segura. Rey, sin pasar por un entrenamiento digno de tal nombre, es capaz de vencer a Luke, uno de los caballeros Jedi más importantes de la historia, en un duelo con palos hasta quitarle su sable láser. Esas incongruencias no pasaron desapercibidas a los fans, exigentes o no, y tampoco al mismísimo Mark Hamill.

La cuestión ideológica es quizás el elemento menos comentado en las críticas a la película. Y, lo cierto, es que Star Wars nunca estuvo exenta de política. La figura de Leia podía verse como una reinterpretación de la princesa tradicional. Una mujer que no necesitaba ser rescatada. Que tomaba el mando y era obedecida. Lo mismo ocurría con Jyn Erso en Rogue One. Las precuelas están llenas de sesiones parlamentarias, acuerdos de impuestos, ocupaciones, tratados y elecciones de canciller. El camino de Palpatine y el fin de la República es una historia sobre lo frágil de la libertad y la posibilidad de que un mal agazapado pueda triunfar.

Eran lecciones universales. Lucas se preocupaba más por mostrar, dejando al espectador sacar sus propias conclusiones, que por explicar. La sutilidad conectaba con el espíritu universal de la saga. En parte, porque no difundía un mensaje ideológico. En parte, porque las cuestiones que ponía sobre la mesa admitían discusiones e interpretaciones abiertas, lejos de difundir dogmas cerrados.

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Holdo

Disney ha dado la vuelta a esa situación. Los últimos Jedi contiene una carga ideológica que no admite interpretación y que sitúa a la franquicia más cerca de la propaganda que del cine político. Las escenas de Rose y Finn en Canto Bidge no permiten la mínima reflexión. A través de un telescopio, metáfora de la cámara de Johnson, y de la patética voz de Rose, el espectador tiene que sufrir varios minutos de pseudoreflexión política sobre las maldades de la pobreza, el maltrato animal y la guerra. El despropósito llega al punto de convertir a Chewacca, un monstruo peludo de dos metros, en vegetariano.

El centro ideológico gravita sobre la almirante Holdo (Laura Dern). En una de las principales tramas de la película, mantiene en secreto el plan para escapar de la Primera Orden. Su silencio hacia los subordinados acaba generando un motín que sirve a Johnson para reflejar el carácter impetuoso y agresivo de los hombres a través de Poe Dameron (Oscar Isaac). Ese intento metafórico de enfrentar la feminidad sabia y reposada frente a la masculinidad idiota es cuestionable. Y unos párrafos más arriba ya hemos abordado cómo la inclusión de mensajes ideológicos ha hecho mella en la universalidad característica de Star Wars. En este caso el rizo se riza porque la pretensión de que la película cuadre en la ideología del director y la productora tiene consecuencias críticas en el guion. En las dos horas y media de película no hay ningún motivo que explique el silencio de Holdo. Ni supuestos espías, ni posibles filtraciones. Nada. Su silencio, como el programa ideológico de la película, tiene mucho de provocador.

El problema de Los últimos Jedi no es la innovación. Sus críticos no lo son -no lo somos- porque hayan cambiado las cosas. Ni siquiera por la vertiente comercial -de vender juguetes y maquetas-, que también está muy presente. En el Retorno del Jedi, George Lucas quiso hacer dinero con los juguetes de los ewoks. En La amenaza fantasma, buena parte de la trama residía en intrigas palaciegas y parlamentarias, bastante ajenas al espíritu de los tres primeros episodios. El ataque de los clones nos legó memorables diálogos -en el mal sentido- sobre la arena. Todas las películas de la saga, y muy especialmente las precuelas, innovaron. Cambiaron. Todas recibieron críticas, pero su núcleo central -la universalidad- nunca se puso en tela de juicio. Desde Una nueva esperanza hasta Rogue One, Star Wars había conseguido que el espectador se imbuyera de un espíritu más grande que la vida. Una sensación -religiosa, sí- que hizo de esta saga algo distinto a todas las demás. Un lugar donde pensar sobre el sacrificio, la libertad y la muerte. Donde pensar sobre ellas. Eso es lo que Los últimos Jedi ha perdido. Su deliberado intento de introducir propaganda política, destrozando la coherencia argumental y el bagaje de la saga, ha destruido ese núcleo. Ha terminado con la universalidad. Ha perdido la magia.

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