Pura vida, pura aventura

Esta entrada es para el caballero Michael Furia.

Ha sido un día normal en la vida de Conan. Tras fornicar con una bruja que pretendía matarlo, escucha a un hombre encadenado pedir ayuda. Necesita comida para morir en combate cuando los lobos vengan a devorarle. Es Subotai. «Arquero, ladrón, hirkanio». Ha nacido una de las amistades más bellas de la historia del cine.

Así arranca una de las secuencias más magistrales de Conan, el bárbaro (1982). En tan solo tres minutos, John Milius resume su visión de la vida, su forma de entender la existencia. En 180 segundos, este cineasta incomprendido es capaz de reflejar los temas principales de su obra.

La siguiente escena coloca a Conan y Subotai ante la hoguera donde cocinan un animal y hablan sobre los dioses. El bárbaro reza a Crom, aunque éste jamás escucha. Pero claro, uno no puede andar por ahí sin dios. Qué clase de ejemplo daríamos a los niños. Cuando Conan se presente ante Crom, le preguntarán por el secreto del acero. Si falla en su respuesta, será expulsado de Valhalla.  Subotai se ríe de ese dios en la montaña. Él reza al cielo eterno. «Crom vive bajo él».

Milius también cree en Crom, porque ha dedicado su vida al secreto del acero, pero concede la razón a su personaje. La siguiente escena lleva a Conan y Subotai, en un plano de conjunto, a un bellísimo campo bajo el cielo. Un firmamento acompañado de montañas, como si Crom y el cielo eterno observasen severamente a sus dos fieles. Ellos corren porque el sentido de la vida es el viaje, y la música de Basil Poledouris los guía en un éxtasis de colores y acordes hacia la pura vida, la pura aventura.

Conan y Subotai alcanzan su plenitud bajo los elementos de la naturaleza. Unen así la amistad, la camaradería en la búsqueda de hazañas, a la libertad que el hombre solo puede alcanzar sobre tierra virgen. Por eso, enseguida, Milius contrapone esa libertad a la civilización. «Civilización, antigua y malvada», exclama Subotai a la ciudad.

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Conan en medio de pensamientos teológicos.

Conan no conoce ese mundo. Contrasta su presencia, fuerte y unida a las armas, con la de los mercaderes, famélicos y desarmados. El campo se convierte en sinónimo de espacios abiertos, vivos colores y libertad. La ciudad, por el contrario, son callejas estrechas en las que se acumulan los cerdos. «¿Huele siempre así? ¿Cómo entra el viento aquí?», pregunta el bárbaro.

La civilización se ha corrompido y el viento jamás volverá a entrar en ella. Por eso Milius vuelve a llevarnos a la naturaleza, a un cielo rojizo junto a las montañas, y a la música en un nuevo estallido de éxtasis. Los compañeros corren de nuevo en libertad, con la espada y el arco, porque allá donde se dirigen, esa maldita civilización, es donde se hallan los enemigos.

La belleza de esta secuencia tan llena de significado debería servir para reivindicar la figura de su director. Milius no alaba la violencia por la violencia en su cine, como dicen sus críticos. No presenta a Conan como un hombre primitivo y, por lo tanto, gentil y bueno. No dibuja la civilización como corruptora de hombres, pero sí la señala como fuente de olvido. Conan sabe que la vida implica aventura, peligro, violencia en defensa de uno mismo, pero también amistad y libertad en la naturaleza. El resto de hombres lo han olvidado.

Esta es la auténtica esencia de la aventura. Está presente en la película, pero también en los cómics, en las novelas de fantasía, en los juegos de rol, en el heavy metal y en las historias que nos gusta contar a los camaradas que entienden. Detrás de cada amante de la fantasía y la aventura, detrás de cada friki, si quieren, hay alguien que quiere recordar esa esencia, que no se permite caer en el olvido. Hay alguien que anhela los espacios abiertos de Conan y Subotai. Hay alguien que quiere presentarse ante Crom para contestar a la gran pregunta: ¿Cuál es el secreto del acero?

Columpiarse y otras reflexiones sobre Trump

Ayer por la tarde, mientras los estadounidenses iban a votar, escribí una reflexión en Facebook en la que daba por asegurada la victoria de Hillary Clinton. No lo hice sin más. El Proyecto 538 de Nate Silver, que había sido enormemente exitoso en elecciones anteriores, daba un setenta por ciento de posibilidades de que fuera así. La media de todas las encuestas, que había visto en el Twitter de Kiko Llaneras, seguía mostrando una ventaja suficiente para los demócratas. Se equivocaban. Me equivoqué.

Mientras leía comentarios y análisis en internet, me he encontrado un tuit de Roger Senserrich, politólogo del grupo Politikon: «No voy a borrar un solo tuit. Llevo 18 meses diciendo que Trump nunca iba a ganar. Cuando la cagas, la cagas. Se acepta y punto.» Pues eso, cuando te columpias, se acepta y punto. Hay poco más que hablar en este sentido, pero esta mañana, cuando lo que parecía imposible se ha hecho realidad, se me ocurren algunas cosas que comentar.

Como estudiante de ciencias sociales, hay que reconocer que nuestras disciplinas están en el paleolítico inferior. Las encuestas no supieron predecir los resultados de las últimas elecciones en España, no acertaron con el Brexit y se estrellaron contra el flequillo de Donald Trump. Jorge Galindo, otro miembro de Politikon, aceptaba esa premisa esta mañana en Twitter. Al final, lo único que podemos hacer, decía, es ser cautos a la hora de predecir y valorar un análisis a futuro.  Lección aprendida.

Sin embargo, ahora que estamos ante la realidad de un presidente como Trump, la sensación de que todo ha cambiado no se va del ambiente. Muchos escribían durante los últimos meses que no sería para tanto, que este millonario en la Casa Blanca sacudiría los cimientos del Imperio Norteamericano y desataría nuevos procesos políticos que cambiarían para siempre el panorama. Slavoj Zizek, uno de las voces más mediáticas del marxismo a nivel internacional, apuntaba en esa dirección. Quizás, al fin y al cabo, un golpe encima de la mesa es lo que necesita el mundo.

Hace unos meses, a finales de junio, estaba en una casa rural con muy buenos amigos de la universidad. Se celebraba entonces el referéndum en Reino Unido para la salida de la Unión Europea. Yo era el único que apostaba por la salida como una reivindicación de la superioridad del parlamento sobre la falta de democracia desde Bruselas. Creía, sí, en un golpe sobre la mesa que despertase a la Unión. El racismo de los defensores del Brexit me dio igual. Era algo contingente que pasaría.

Me equivoqué. Ya pueden ver que lo hago con bastante frecuencia. El clima político de Reino Unido se ha vuelto insoportable. Se agrede diariamente a ciudadanos extranjeros y los líderes del Brexit se han revelado como un grupo de demagogos y fanáticos. Aprendiendo de este error, comprendí que apoyar a Trump como revulsivo sería un error. Sería una equivocación garrafal descartar la enorme fuerza racista y reaccionaria que hay detrás del nuevo presidente. El cambio que supondría su gobierno con respecto a lo anterior sería lo de menos.

Nuestras democracias necesitan una transformación. Necesitan reformas y, en algunos aspectos, enmiendas a la totalidad, pero no vale todo. No podemos aspirar a la renovación de nuestros sistemas mediante el auge de líderes como Nigel Farage, Marine LePen, Viktor Orban, Jaroslaw Kaczynski, Rodrigo Duterte, Geer Wilders o Vladimir Putin. Los cambios, está bien recordarlo, también pueden ser a peor.

Trump, de momento, es impredecible, pero todos estos caudillos del nacionalismo se han apresurado a felicitarle. No podemos saber lo que va a ocurrir, pero las bases de su éxito han sido las del populismo de derechas más reaccionario. Si algo nos ha enseñado este año es que no podemos predecir el futuro, ni fiarnos del discurso del cambio a cualquier precio. Solo cabe la cautela. Esperar a sus primeros movimientos, sus alineamientos en defensa y comercio, sus enmiendas contra la herencia de Obama y su respeto por las instituciones. No es, digo, el fin del mundo, pero si Trump y el resto de líderes nacionalistas se alinean, los valores más básicos de nuestra sociedad estarán directamente amenazados.

 

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